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La redes sociales después de la muerte.
Se lanzó Threads, la nueva red social de Meta que pretende destronar a Twitter. Esta aplicación, que es como si al pájaro celeste le faltara un golpe de horno, está vinculada a Instagram - el usuario es el mismo.
El algoritmo te trae entonces a todas esas cuentas que te aparecen en la lupita - millones de influencers latinos y cuentas de memes robados que no están acostumbrados a los código y al know-how de una red social basada principalmente principalmente en texto y que gritan al mismo tiempo.
Por otro lado, también te ofrece la posibilidad de seguir automáticamente autoseguir a toda la gente que ya estás siguiendo en Instagram.
Para es terrible para los que tenemos una estricta curaduría de contenido y de gente - no es el mismo público con el que queremos o tenemos que interactuar en una red que en la otra.
Pero además, trae a la luz gente a la que tenías silenciada desde hace años y que seguís por compromiso o - lo peor - a gente que ya no está.
Cada vez que abro la aplicación me aparece la posibilidad de seguir a mi vieja y a mi hermana, que partieron hace rato. Es ridículo, triste y gracioso, todo al mismo tiempo. Por esto, revivo (qué elección oportuna de verbo) algo que escribí al respecto hace unos años y que creo merece la pena rescatar. Saludos.
¿Hay vida en la red después de la muerte?
Una búsqueda rápida en Google devuelve sitios que informan qué opciones de cuentas in memoriam tienen las plataformas más usadas, e incluso algunos que ayudan a planear un testamento digital, la letra fina para indicarle a los que te sobrevivan qué hacer con tu información. Parece ridículo.
Los familiares de los fallecidos pueden, en caso de no conocer las contraseñas, enviar documentación a Facebook e Instagram y convertir los perfiles de los muertos en santuarios. Nadie puede acceder al contenido privado, pero sí dejar comentarios, saludos en natalicios o aniversarios de ese desafortunado accidente. También pueden optar por cerrarlas, borrando otra de las huellas que dejó ese ser amado, quizás la más permanente de todas.
Mentiría si dijera que no pienso en mi hermana o en mi madre todos los días, aunque sea un poco. Pero hay pequeños momentos de felicidad en los que su ausencia se siente menos, casi como el ruido ambiente que emite una televisión cuando tiene el volumen en cero.
Las pérdidas y el duelo te asaltan en los momentos menos pensados, como cuando te movés como loco por la lista de contactos del celular para hacer una llamada y los ves todavía ahí, con un número con el que ahora vive otra persona, porque no fuiste capaz de conservar la línea para que no te lo roben.
O cuando revisás la lista de las personas que seguís en Instagram y aparece, de repente, un usuario con una foto. La irrupción de lo abyecto, el regreso de la muerte. No en la forma de un encefalograma plano, sino de un cadáver en avanzado estado de descomposición o de cenizas disueltas en el mar.
Es un asalto de recuerdos que tienen sustento material – podemos ver los comentarios, las fotos de atardeceres, las selfies borrosas por no saber usar el teléfono.
Esas cuentas están al acecho, preparadas para hacernos recordar eso a lo que nos encantaría poder hacerle caso omiso durante más minutos al día.
¿Pero qué vamos a hacer? ¿Mandar una foto del certificado de defunción a Facebook para que la conviertan en un mausoleo? No soluciona nada, el peligro está latente.
¿Pedir que la cierren? Sería entrometerse en el duelo de muchas otras personas, no puedo evitar sentir que es algo sumamente egoísta.
Sólo queda una opción – dejar de seguir, eliminar amistad, bloquear, borrar del celular, cortar el cable submarino que transmite internet, bombardear la nube, matar los protocolos, hacer inaccesibles las cuentas.
Jamás podría hacerlo, se sentiría como una segunda muerte, una pérdida más. Entrometerme en algo que no es mío, en la privacidad de las que más quise.
Tal vez llegará el día en el que sienta por esas fotos de perfil lo mismo que por las de un compañero de la primaria, un amigo con el que ya no hablo o un pariente que no veo hace décadas – nada. O, como máximo, una leve nostalgia.
Mientras tanto, sigo a la merced del recuerdo forzoso. Ahora no suena tan mal un testamento digital.